La ciudad by William Faulkner

La ciudad by William Faulkner

autor:William Faulkner [Faulkner, William]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1957-01-01T05:00:00+00:00


XIII

Gavin Stevens

—Vamos —dije—, sal tú también.

Chick se marchó y yo seguí allí sujetándola. Aunque más bien era ella quien se agarraba a mí con toda el alma, entre temblores y jadeos, llorando desconsoladamente, con la cara hundida en mi camisa, de manera que notaba cómo se me iba humedeciendo la pechera. Que era lo que Ratliff habría llamado devolver golpe por golpe, puesto que lo que los victorianos hubieran designado como el clarete de mi nariz le había manchado ya la hombrera del vestido. Así que intenté liberar una mano el tiempo suficiente para pasar por encima del otro hombro, alcanzar el pañuelo que llevaba en el bolsillo del pecho y hacer con él un pequeño trabajo de urgencia hasta que logré mantenernos separados el tiempo suficiente para llegar al grifo del agua fría.

—Deja de llorar —dije—. Deja ya de llorar —pero sólo sirvió para que lo hiciera más desconsoladamente, agarrada a mí y diciendo:

—Señor Gavin, señor Gavin, ah, señor Gavin.

—Linda —dije—. ¿Me oyes? —no contestó y me agarró con más fuerza; pero sentí que movía la cabeza afirmativamente contra mi pecho—. ¿Quieres casarte conmigo? —dije.

—¡Sí! —respondió—. ¡Sí! ¡Muy bien! ¡De acuerdo!

Esta vez conseguí ponerle una mano debajo de la barbilla y le levanté la cara a la fuerza hasta que tuvo que mirarme. Ratliff me había dicho que los ojos de los McCarron eran grises, probablemente del mismo color que Hub Hampton, con su mirada penetrante. Pero los de Linda no eran grises en absoluto, sino de un color jacinto muy intenso, como siempre imaginé que tenía que ser el mar que describe Homero.

—Escucha —le dije—. ¿Quieres casarte?

Es cierto; no necesitan tener cabeza en absoluto, excepto para conversar, para el trato social. Y he conocido algunas que, incluso en esos casos, lograban mostrarse encantadoras y tener tacto sin ser inteligentes. Porque cuando tratan con hombres, con seres humanos, todo lo que necesitan es el instinto, la intuición antes de que la maltraten y la emboten, la infinita capacidad de devoción sin las preocupaciones y la confusión que producen una fría moralidad y unos hechos aún más fríos.

—¿Quiere usted decir que no es necesario que me case? —preguntó.

—Por supuesto que no —dije—. No tienes que casarte nunca si no lo deseas.

—¡No quiero casarme con nadie! —dijo, gritó; se apretaba otra vez contra mí, el rostro hundido en la húmeda mezcla de sangre y lágrimas que parecía formar parte de la pechera de mi camisa y de mi corbata—. ¡Con nadie! —dijo—. Usted es todo lo que tengo, la única persona de quien puedo fiarme. ¡Le quiero! ¡Le quiero!



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